La apuesta en contenido y forma de Yo capitán ( Io capitano, 2023), del italiano Matteo Garrone, es arriesgada. Reconocido por el duro realismo con que señaló en Gomorra (2008), según la novela homónima de investigación de Roberto Saviano, los abusos de la mafia siciliana y la explotación de trabajadores inmigrantes en situación ilegal, el realizador tuvo posteriormente una trayectoria fílmica bastante desigual, oscilando entre la brutalidad de una cinta como Dogman (2018) y el mundo barroco relamido del Pinocho (2019), película estelarizada por el cómico sentimental Robert Begnini. Lo que ahora acomete en su nueva cinta, ganadora del León de Plata al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Venecia, es el recuento de las tribulaciones que padecen Seydoux (Seydoux Sarr) y su primo Moussa (Moustapha Fall), dos adolescentes senegaleses de 16 años, quienes deciden emprender un largo recorrido de Senegal a Libia, atravesando el desierto de Sahara, para llegar a Europa y triunfar como cantantes.
El primer riesgo a que hizo y sigue haciendo frente el realizador Garrone fue que su película fuese mal interpretada, de cabo a rabo. Primero por ser obra y escritura de un europeo intentando restituir, de modo muy gráfico, por momentos descarnado, y con algunos toques de realismo mágico, una experiencia tan desoladora como la travesía de inmigrantes menesterosos en busca de mejores condiciones de vida. Hablada en su casi totalidad en la lengua senegalesa wolof e interpretada por actores no profesionales, la cinta adopta el punto de vista del joven Seydoux, a través de quien los espectadores van descubriendo el engranaje de explotación y violencia a que son sometidos los candidatos al viaje clandestino por medio de varias naciones africanas. Todo inicia con las advertencias airadas, a la postre sin efecto, hechas por una madre y por otras personas a los adolescentes para que renuncien a una odisea plagada de peligros y en la que miles de personas han dejado la vida. Viene luego la acción casi coordinada de traficantes y mafiosos que después de pretender brindar una ayuda indispensable, buscan por todos los medios despojar a los nómadas de su escaso capital y de sus pertenencias.
El joven Seydoux tiene en contra suya su candidez desprovista de picardía volteriana, su voluntad altruista de sacrificarse por el bienestar ajeno, sobre todo por el de su entrañable primo, a quien invariablemente llama hermano, más para significar vínculos de solidaridad que meros lazos sanguíneos. Muestra de ese desprendimiento moral es una escena en la que luego de verse obligado, para sobrevivir, a abandonar moribunda a una mujer madura en el desierto, ésta vuelve milagrosamente a la vida para soliviantar la culpa del joven, flotando ahora por encima de su cabeza como una figura protectora de maternidad sustituta, en lo que semeja una alucinación producida por el desierto calcinante. Otra imagen similar se presenta en una mazmorra de tortura, aportando a la historia un elemento fantástico, pretendidamente balsámico, que abre un flanco inoportuno para que esa presentación caprichosa pueda interpretarse como una dulcificación o trivialización de realidades más duras en una odisea global por lo general decepcionante o funesta. A Mateo Garrone no parece interesarle profundizar aquí sobre las causas de dicha migración, ni exhibir tampoco la suerte final de sus protagonistas una vez llegados a la tierra prometida europea. Estudia con sensibilidad mayor la capacidad del joven Seydoux de alcanzar una madurez moral a través del viaje, mostrando su resistencia a la deshumanización que de éste pudiera derivarse. Astuta combinación de relato de aventuras y parábola moral la de esta coproducción ítalo-franco-belga que de modo emotivo aborda lo social desde la esfera más íntima, como ya lo habían hecho en México el documentalista de La frontera infinita (Juan Manuel Sepúlveda, 2007) o el director de La jaula de oro (Diego Quemada-Diez, 2013).
CON INFORMACIÓN DE LA JORNADA